lunes, 17 de febrero de 2014

"Nueves de febreros"

"Ya han florecido los primeros pétalos del alba,
se apaga la noche, y con ella se apaga tu mirar.
Todo es silencioso a tu alrededor, escuchas sin oír,
y tu corazón ya no late con sentido.

Ya no hay nueves de febreros en tu calendario,
una agonía afónica grita hacia tus adentros.
Sollozando egoístamente y retumbando en tu pecho,
callando para siempre, perdonando el olvido.

Ya quedaron atrás tus pesares livianos,
una gota se fuga tras tus pupilas grisáceas.
Serpentea las grietas que marchitaron tu divina juventud,
secándose en el brillo de un cutis curtido.

Ya no estás sin él, y él no existe sin tí,
un sinfín de recuerdos van cogidos de la mano.
Recorriendo una laguna Estigia sin más equipaje que vuestras sonrisas,
observados por un Caronte melancólica y enternecido.

Ya no hay nueves de febreros, ni en tu calendario ni en los nuestros,
que no traigan lluvias y vientos, tardes nefastas sumidas en brumas.
Ya no quedaran palabras que, más allá de lo que expresen estos versos,
puedan reflejar el peso que mi alma presiente que se le ha ido."

lunes, 27 de enero de 2014

"¿VAN A QUERER POSTRE?"

“¿VAN A QUERER POSTRE?”

Pregunta sencilla, llana, transparente y cargada de malas intenciones. Por norma general, si ves que he sido incapaz de finiquitar mi solomillo, a mi acompañante le sobra media pizza, y aún quedan brotes de quién sabe qué tipos de verduras naufragando en un mar de módena y oliva, podrías deducir que ya estamos hasta el cuello.
Pero el jefe es un tipo listo. Él sabe dónde hay que apretarles a los clientes, y es que todos alguna vez, me incluyo, hemos llenado el ojo antes que la tripa. “Vosotros les lleváis directamente la carta de postres, que siempre alguno pica”. Y por favor, que levante la mano quien nunca haya escuchado a su madre decir aquello de : “No pidáis postre que es donde engordan la cuenta. Luego os compro un helado en el quiosco de enfrente”. Es un clásico, lo mires por donde lo mires.

Si extrapolamos esta divagación al ámbito financiero, podemos percibir una sensación similar a la hora de pedir una hipoteca para la casa. Porque tú vas al banco todo lleno de optimismo, enfundado de un valor acongojante que se desvanece cuando choca con la sonrisa escuálida del empleado de la sucursal. Su semblante es similar al de una hiena que, encontrándose absorta en sus pensamientos propios de su raza, vislumbra a una posible (y más que posible piensa la hiena) víctima.
No te dejes engañar. Te adulará con su amabilidad y galantería, propias de un bailarín de tango argentino de los años 60. Procederá a invitarte a tomar asiento, y comenzarás una meticulosa andadura por un terreno de arenas movedizas, donde cada paso en falso puede hundirte más aún si cabe en tu futura miseria.

Tú lo que quieres es una hipoteca y punto. Le cuentas a ese tipo, que por cierto se la suda, la distribución del piso, los aledaños tan acogedores y ambientalmente correctos, la orientación y toda esa parafernalia inmobiliaria. Entonces es cuando el tiburón de las comisiones, ese padrazo de familia que los domingos saca a sus dos hijos y esposa a pasear, estrenando jersey de Pedro del Hierro, te la mete doblada. Sin preámbulos, ni preliminares, ni tan siquiera con un suspiro de saliva que no llega a mojar, pero humedece. Lo primero que te vas a comer es un seguro del hogar, porque tío, cómo cojones te pago una casa que se te puede quemar al segundo día. Lo hacen por tu bien, claro está. De primer plato, te van a servir un extenso diálogo en el que caerás rendido a los pies de tu interlocutor, soñando con ese sofá tan cuqui que a tu mujer le gusta, y con la decoración que vais a usar para el dormitorio de vuestro futuro bebé. Después te preguntará si te gusta el fútbol, si tu mujer es buena ama de casa, y aprovechará en un descuido para dejar relucir su teléfono “inteligente” de última generación sobre su mesa. Ahí llevas el segundo plato, todo un kit para complementar la decoración minimalista de tu futuro hogar. 
Empiezas a hacer rápidamente cálculos en tu cabeza, y de repente te invade una sensación nauseabunda por todo el cuerpo. Es la denominada “Menopausia económica”, altibajos de temperatura corporal, aumento de la transpiración, y un ligero déjà vu donde visualizas la figura de tu pareja, con un bolígrafo en la mano haciendo números y gritando como una energúmena.
Pero tranquilo, el banquero es un hombre sensato, y sabe que todos estos trámites acarrean mucho stress para sus clientes. ¿Qué tal unas vacaciones bien merecidas? Relajarse al sol del Caribe, o pasear románticamente cogidos de la mano por la ciudad nevada de Praga o Viena. Ahí tienes el postre. 


Cuando sales del banco, miras instintivamente al suelo y sonríes. “Ya tengo casa propia, y en 40 años será mía”. Bienvenido al mundo del propietario. Por cierto, se me olvidaba. Probablemente, si sales algún día a comer fuera de casa, se te quiten las ganas de probar el postre.

sábado, 25 de enero de 2014

Introducción

  Sonreía mientras veía desaparecer, entre la niebla, las luces de su ciclomotor. Sabía que aquella noche las cosas habían cambiado por completo, pues ya no volverían a pronunciar en silencio los aullidos carnales de sus desvaríos. Ella estaba cansada de ocultar entre sonrisas su desesperación, y él cada vez era menos dueño de sus actos. Hubieron prometido preservar, más allá de los confines terrenales, aquel idílio veraniego.  Las manchas de carmín permanecían mortificadas en su ropa interior, dibujando la excitación y las ansias, igual que un gato araña la puerta de su amo en una tarde otoñal, pidiendo cobijo. Ella sin embargo llevaba entre sus piernas la unión de los cuatro elementos. Aún sentía el calor que su cuerpo cavernoso había abandonado. La espuma del mar chapoteando en cada acometida. Los restos de una playa abandonada políticamente sin chiringuitos ni duchas. Y la ausencia de su ropa interior dejaba penetrar la brisa de la mañana. Era casi de día, pero ambos seguían sumidos en una noche eterna. Ella se sentó de nuevo en el anagrama de su ropa, procurando poner orden a sus ideas. Todo estaba descolocado. Las emociones parecían insensibles, los recuerdos se hacían olvidos. Todo esto ocurría mientras los primeros curiosos aparcaban sus sombrillas en tierra de nadie. Ese sitio donde el rompeolas pierde su nombre y la orilla se hace playa. El mismo lugar donde dejaron de pensar en ellos, para hacerse libres...